Maracaibo, en la sección noroccidental del
país, es la segunda ciudad más grande de Venezuela y se caracteriza por el
calor y un elevado índice de humedad. También es la capital petrolífera de
Venezuela. La parte nueva de la ciudad contrasta con el casco antiguo, que está
al lado del puerto; la parte más antigua, con sus calles estrechas y casas de
adobe de estilo colonial, apenas ha cambiado desde el siglo pasado.
El 25 de diciembre de 1948 llegaron en
barco seis misioneros. Venían cargados de ropa de invierno porque acababan de
dejar la gélida Nueva York. Componían el grupo Ragna Ingwaldsen, que se bautizó
en 1918 y todavía sirve de precursora en California, Bernice Greisen
(ahora Bun Henschel, miembro de la familia de Betel de la sede mundial),
Charles y Maye Vaile, Esther Rydell (medio hermana de Ragna) y Joyce McCully.
Un matrimonio que estaba empezando a relacionarse con los Testigos los recibió
en su pequeña casa, donde los misioneros colocaron como pudieron sus quince
baúles y cuarenta cajas de publicaciones. Cuatro durmieron en hamacas, y dos,
en camas hechas de cajas de libros, hasta que alquilaron una casa, que llegó a
ser su hogar misional.
Ragna recuerda que el aspecto de los seis
extrañaba mucho a los maracuchos. Varios de los misioneros eran altos y rubios.
Ragna cuenta: “Cuando íbamos de casa en casa, solían seguirnos hasta diez niños
desnudos, que iban escuchando nuestra extraña forma de hablar el idioma. Ninguno
de nosotros seis sabía más de una docena de palabras en español. Pero cuando se
reían, nos reíamos con ellos”. Al llegar estos misioneros, solo había cuatro
publicadores en Maracaibo. A principios de 1995 había
51 congregaciones y un total de 4.271 publicadores.
Se contestó su
oración
Benito y Victoria Rivero fueron el matrimonio
que recibió amablemente en su casa a los seis misioneros. Benito había obtenido
el libro “El Reino Se Ha Acercado” de manos de un precursor de Caracas
llamado Juan Maldonado. Cuando Pedro Morales lo visitó posteriormente para
ofrecerle un estudio, Benito se entusiasmó; no solo estudió, sino que de
inmediato empezó a asistir a las reuniones del grupo. También animó a su esposa
a ir, diciéndole que los cánticos eran muy bonitos, pues a ella le gustaba
cantar. Ella le acompañaba, pero, como en realidad no entendía todo lo que
decían, muchas veces se quedaba dormida.
Una noche, en casa, pensando que su esposa ya
se había dormido, Benito oró en voz alta a Jehová y le pidió que la iluminara.
Ella oyó la oración y se conmovió profundamente. Después de la muerte de
Benito, en 1955, Victoria se hizo precursora regular, y más adelante,
precursora especial.
Llegan a las zonas
rurales próximas a Maracaibo
Uno de los que abrazaron la verdad en la
región de Maracaibo fue el padre de Rebeca (ahora Rebeca Barreto). Ella tenía
solo cinco años cuando Gerardo Jessurun empezó a estudiar la Biblia con su
padre, que se bautizó en 1954. Aún guarda recuerdos muy gratos de cuando
salía a predicar de pequeña. “Alquilábamos un autobús, y toda la congregación
viajaba a las zonas rurales —recuerda—. La gente del campo no tenía mucho
dinero, pero apreciaba las publicaciones. Era todo un espectáculo ver al final
del día a los hermanos llevando en el autobús huevos, calabazas, maíz y pollos
vivos que habían trocado por las publicaciones.”
Pero no a todo el mundo le alegraba
verlos. La hermana Barreto recuerda un incidente que ocurrió en el pueblo de
Mene de Mauroa: “Mientras predicábamos de casa en casa, el cura iba detrás
rompiendo las publicaciones que los vecinos habían aceptado y diciéndoles que
no escucharan a los testigos de Jehová. Organizó una chusma compuesta de
muchos jóvenes y logró enfurecerlos, de modo que empezaron a arrojarnos
piedras. Varios hermanos y hermanas resultaron heridos”. El grupo de Testigos
corrió en busca del prefecto del pueblo. Como este era amable con los Testigos,
le dijo al cura que tendría que llevárselo a su oficina un par de horas ‘para
protegerlo de los predicadores’. La turba se dispersó al no contar con su
líder, y los Testigos dedicaron las siguientes dos horas, libres de
hostigamiento, a dar un testimonio cabal en el pueblo.
Llega más ayuda
El territorio era extenso, y se necesitaba
más ayuda para atenderlo. En septiembre de 1949 llegaron unos hermanos
recién graduados de la Escuela de Galaad para colaborar en la siega espiritual.
Tenían un gran deseo de participar, lo cual no significaba que se les
fuera a hacer fácil. Cuando Rachel Burnham, que viajaba en el barco Santa
Rosa, divisó las luces del puerto a través de la portilla de su camarote,
sintió el mayor alivio de su vida, pues estaba mareada desde la partida del
barco de Nueva York. Aunque eran las tres de la madrugada, despertó
entusiasmada a sus tres compañeras. Su hermana Inez y las otras dos muchachas
—Dixie Dodd y su hermana Ruby (ahora Baxter)— habían disfrutado del viaje, pero
se alegraron de llegar a su nueva asignación.
Fue a recibirlas un grupo en el que estaban
Donald Baxter, Bill y Elsa Hanna (misioneros que habían llegado el año
anterior) y Gonzalo Mier y Terán. Tomaron un autobús para llevarlas del puerto
a Caracas. Al parecer, el conductor quiso hacer que el viaje fuera más
espeluznante de lo habitual en honor de las recién llegadas, y lo logró. Tomaba
las curvas cerradas a toda velocidad, llevando el autobús al borde del
precipicio. Hoy es el día que las hermanas todavía hablan de aquel viaje.
Se las asignó a la sucursal y hogar misional
de El Paraíso. Rachel e Inez sirvieron fielmente en el campo misional hasta su
muerte, en 1981 y 1991, respectivamente. El resto del grupo todavía
sirve fielmente a Jehová.
Al recordar los primeros meses en su
asignación, Dixie Dodd dice: “Sentíamos mucha nostalgia. Pero no teníamos
dinero ni para ir al aeropuerto”. Centraron su atención en que la organización
de Jehová les había confiado la asignación de misioneras en tierra extranjera.
Con el tiempo dejaron de soñar en volver a casa y se concentraron en su labor.
Malentendidos
Para la mayor parte de los nuevos misioneros,
el idioma fue un problema, al menos por una temporada.
Dixie Dodd recuerda que una de las primeras
cosas que les enseñaron fue que debían decir “mucho gusto” cuando les
presentaban a alguien. Aquel mismo día las llevaron al Estudio de Libro de
Congregación. De camino fueron repitiendo la expresión una y otra vez en el
autobús: “Mucho gusto. Mucho gusto”. “Pero para cuando nos presentaron —dice
Dixie—, se nos había olvidado.” Con el tiempo lograron recordarla.
Bill y Elsa Hanna, que sirvieron de
misioneros de 1948 a 1954, recordaron por mucho tiempo sus
equivocaciones. En una ocasión, el hermano Hanna quería comprar una docena de
huevos blancos, pero pidió huesos blancos. En otra ocasión fue a comprar
una escoba. Temiendo que no lo hubieran entendido, trató de ser más
específico: “Para barrer el cielo”, dijo, en lugar de suelo. El
tendero replicó socarronamente: “Tiene grandes aspiraciones, señor”.
Cuando Elsa, la esposa de Bill, fue a la
embajada, explicó que quería remover su pasaporte en vez de renovarlo.
La secretaria le preguntó: “¿Pues qué hizo, señora? ¿Se lo comió?”.
Genee Rogers, una misionera que llegó
en 1967, se desanimó un poco al principio, pues siempre que hacía una
presentación que había ensayado con cuidado, el amo de casa se dirigía a su
compañera y preguntaba: “¿Qué dijo?”. Pero la hermana Rogers siguió
intentándolo, y en los veintiocho años que lleva de misionera ha ayudado a unas
cuarenta personas a aprender la verdad y llegar al bautismo.
Willard Anderson, que llegó de Galaad con su
esposa, Elaine, en noviembre de 1965, admite con franqueza
que el idioma nunca ha sido su fuerte. Willard, siempre dispuesto a reírse de
sus propios errores, dice: “Estudié español seis meses en la escuela
secundaria, hasta que mi maestro me hizo prometer que nunca volvería a
apuntarme a su clase”.
Pero con el espíritu de Jehová, perseverancia
y buen humor, los misioneros no tardaron en sentirse cómodos con el nuevo
idioma.
Hasta las casas
tienen nombre
El idioma no fue lo único que los misioneros
encontraron diferente. Tuvieron que utilizar un sistema distinto para tomar
nota de los hogares adonde volver. En aquellos días, muchas casas de Caracas
no tenían números. El propietario escogía un nombre para su casa. Los
hogares de la gente acomodada se denominan quintas, y con frecuencia reciben el
nombre de la señora de la casa. La dirección de alguien pudiera ser, por
ejemplo, Quinta Clara. Muchas veces se combina el nombre de los hijos: Quinta
Carosi (Carmen, Rosa, Simón). El propietario de la primera
sucursal y hogar misional que alquiló la Sociedad ya había llamado a su casa
Quinta Savtepaul (San Vicente de Paul), y como estaba en una calle principal,
pronto llegó a conocerse como el lugar donde se reunían los testigos de Jehová.
En 1954 se compró una casa nueva para alojar
la sucursal y el hogar misional, de modo que los hermanos tuvieron que usar su
imaginación y escoger un nombre apropiado. Eligieron el nombre Luz, teniendo
presente la admonición de Jesús de que “resplandezca la luz de ustedes delante
de los hombres”. (Mat. 5:16.) Aunque la sucursal se trasladó después a un lugar
más grande, a principios de 1995 Quinta Luz todavía se utilizaba para
albergar a once misioneros.
El centro de Caracas tiene un sistema de
direcciones único. Si usted pide la dirección de un determinado establecimiento
o de un edificio de apartamentos, tal vez le digan algo como “La Fe a
Esperanza”. Quizá piense que esto no parece una dirección. Lo que sucede
es que en el centro de Caracas cada intersección tiene un nombre. De
modo que la dirección que usted busca se encuentra en el bloque ubicado entre
Fe y Esperanza.