“Llegaré
a ser una monja a fin de pertenecer a Jesús para siempre. Solo a él tendré en
cuenta en mi vida.” Esa fue la decisión que tomó una niñita de siete años
cierto día en 1916 después de haber tomado la comunión.
Yo era esa niñita. Nací el 28 de agosto
de 1909, en Neufchâteau, Bélgica, de padres católicos devotos, y acaricié
ese deseo desde la tierna infancia.
Teniendo presente ese ideal, hallaba placer
en la oración, en pequeños sacrificios y en servir a otros. ¡Así es que pasaba
muchas horas orando en la iglesia de Neufchâteau! Cada atardecer al oír las
campanas me unía a unos pocos feligreses en rezar el rosario, guiados por el
sacerdote.
¡Yo rezaba hasta once rosarios al día! La
misa y la comunión eran ceremonias diarias para mí. Sin embargo, al tiempo de
las vacaciones, asistía a varias misas durante el día, después de las cuales
seguían largos períodos de dar gracias.
Durante las vacaciones de verano, después de
mi segundo año de estudios para ser maestra, fui a los bosques de Neufchâteau
cierta tarde para poder meditar. Todavía me puedo ver recostada sobre la
hierba, volviendo a leer el libro Vida de Santa Teresita de Lisieux. Yo
quería ser como ella porque pensaba que ella había tenido un profundo amor por
Jesús. Estaba determinada a pagar cualquier precio para llegar a ser una monja
devota, una amada esposa de Jesús.
Por eso en un día de agosto de 1926,
después de haber dedicado muchas horas a la oración, arrodillada con los brazos
extendidos en cruz, esperé que mis padres llegaran a casa. Apenas llegaron, les
hice saber mi decisión. “Padre,” le dije, “lo siento si te hago infeliz, pero
Dios me ha llamado al convento.” “Hija mía,” dijo mi padre, “todavía eres tan
joven. Piensa cuidadosamente lo que quieres hacer.” Respondí: “Padre, lo he
estado pensando por más de diez años.” Después de una larga conversación, él
concluyó: “Hija mía, si es la voluntad de Dios, no pondré ningún obstáculo
en tu camino. Tienes mi consentimiento.”
Dejo mi casa
El sacerdote hizo averiguaciones por carta al
Instituto Dames Louise, y fui invitada a ir a Lovaina para una entrevista. Mi
madre fue conmigo, el 5 de septiembre de 1926. Allí fuimos recibidas
por la fundadora, dama Louise, quien, aunque estaba enferma en cama, se mostró
lúcida, agradable y bondadosa.
Cuando mi madre mencionó que yo todavía tenía
dos años más de colegio, y que ella se preguntaba si sería mejor el que yo
terminara los estudios, la fundadora dijo: “No, ella debe ingresar de inmediato
y nosotras nos encargaremos de que termine sus estudios con nosotras.” Esa
promesa, me apena decirlo, no fue respetada.
La fecha de ingreso fue fijada para el
16 de septiembre de 1926. Pero dado que esa fue la fecha que ya
habíamos fijado para hacer un viaje a Lourdes, mi madre preguntó: “¿No sería
posible posponer la fecha del ingreso en vista de la peregrinación a Lourdes?”
La respuesta fue: “No, su hija puede escoger; o ingresar al convento o ir a
Lourdes.” Dije: “Ingresaré al convento.”
Así es que llegó el día en que con lágrimas
en los ojos dejé a mi familia. Mi padre me acompañó al castillo de Ezeringen,
donde las postulantas (las candidatas que quieren ser monjas) tenían que pasar
por un período probatorio de seis meses. Después de decir ‘adiós’ a mi padre,
fui vestida junto con otras veinte jóvenes con la capa y el tocado de
postulanta. Así llegué a ser una postulanta de las Misioneras Canonesas de San
Agustín. Realmente me sentí muy feliz.
Preparándome para ser
monja
Como postulantas, se nos impuso el más
estricto silencio. Si nos enfermábamos o teníamos problemas, teníamos que
simplemente aguantarlos o si no, hablar solo con la directora. Este silencio
impuesto no ayudó a estimular el amor entre nosotras.
La entrevista con la directora quien me pidió
que me deshiciera de todas mis pertenencias personales me cubrió de vergüenza.
Esperando ser comprendida, confié libremente en ella sin restricción, tal como
tenía por costumbre cuando todavía era niña. Quedé profundamente desilusionada
cuando todo lo que dijo fue: “Como penitencia, al comienzo de la comida del
mediodía usted extenderá sus brazos en cruz.” Desde ahí en adelante, ya
no me volví a sentir cómoda.
Un domingo mi madre vino a visitarme. En el
locutorio volví a ser yo misma, espontánea, alegre. Esto sorprendió a mi
directora, quien dijo a mi madre: “Señora, su hija es completamente diferente
en el locutorio. Aquí es tan feliz, tan animada, mientras que en la comunidad
es tan seria, tan silenciosa.” Con seguridad que era un contraste. Pero, ¿por
qué? Porque aquélla no era la clase de vida que yo había esperado.
No obstante, me consolaba con la idea de que
por Jesús nada podía ser demasiado difícil y que yo estaba allí para llegar a
ser su esposa. Así es que sufría en silencio. Creía que como futura monja tenía
que sufrir, y que puesto que había dado el primer paso, no podía volver
atrás.
Cuando el período de seis meses del postulado
terminó, las postulantas tenían que ir a Lovaina para el noviciado de un año
(período probatorio antes de tomar los votos). La ceremonia de tomar el velo
fue precedida por un retiro de una semana. Vestidas con el hábito de monja y
con un velo blanco marchamos en procesión hacia la capilla.
En Lovaina las dificultades que encontré
durante el postulado iban a reaparecer y aun empeorar. Mi directora en este
sitio no me inspiró más confianza que la anterior. Le tenía temor y me
convertí más y más en una introvertida. El sufrimiento moral iba a ser un
suceso cotidiano para mí. ¡Cuántas lágrimas iba a derramar!
Los miércoles y viernes había un período de
cinco minutos de autodisciplina. Para esto, nos dieron un látigo de cuerdas que
tenían pequeños nudos con el cual me golpeaba para hacerme sentir verdadero
dolor. En estos mismos días, al mediodía, tomábamos nuestra sopa arrodilladas.
Cada viernes, cada una por turno, mientras
estaba arrodillada en el refectorio, tenía que besar los pies de todas las
monjas en el convento. Cada sábado, nos reuníamos para enumerar en voz alta
nuestras faltas. Cada monja se arrodillaba por turno y, en voz alta, confesaba
las faltas externas que había cometido.
Cada día teníamos que repetir cinco
“Padrenuestros” y cinco “Avemarías,” con los brazos extendidos en cruz. Se nos
aconsejaba a realizar por lo menos una mortificación en cada comida. Y cada
mes, durante la contemplación mensual, teníamos que hacer un informe a la
directora y pedir permiso para usar pequeños objetos como alfileres, botones,
imágenes, y así por el estilo. Todas nuestras acciones estaban estrictamente
controladas, aun al salir del refectorio, el taller o la capilla, sin importar
la razón. Con las manos juntas, teníamos que preguntar: “¿Me permite salir?”
Cuando estábamos en la capilla, un simple ademán bastaba.
Siempre que llegábamos tarde, teníamos que
excusarnos delante de la superiora, de rodillas y con las manos juntas. Después
de las oraciones de la noche y antes de abandonar la capilla, cada una por
turno se arrodillaba delante de la superiora, la cual hacía una pequeña señal
de la cruz en la frente y decía: “Que Jesús, María y José le bendigan.”
Llega el día
Al fin llegó el muy ansiado día, el
29 de marzo de 1928. Ese fue el día cuando terminó mi noviciado y yo
llegaría a ser una monja, ¡la esposa de Jesús!
Después de contestar afirmativamente a
algunas preguntas, como: “¿Está actuando libremente de su propia voluntad para
llegar a ser la esposa de Cristo?” fui invitada, enfrente del altar, a
pronunciar mis votos. Tuve que afirmar solemnemente que prometía “delante del
Dios Todopoderoso, la bendita virgen María, y nuestro padre San Agustín, vivir
en pobreza, castidad y obediencia, según las reglas de San Agustín y la
Constitución de nuestra Orden, y eso por tres años.”
Después de eso fui al lado de la Epístola del
altar y allí firmé un registro confirmando mis declaraciones. Así es como,
antes de llegar a los diecinueve años de edad, llegué a ser miembro de la
Congregación de las Misioneras Canonesas de San Agustín. Entonces el sacerdote
dijo: “Estos votos serán sus únicos consuelos; las acompañarán a la tumba.” Un
anillo de oro, símbolo de nuestra unión con Jesús, fue entonces deslizado sobre
el dedo anular de la mano derecha.
Junto con las otras monjas que habían tomado
parte en la misma ceremonia, se me consideraba muerta para el mundo. Para
simbolizar esta muerte, fuimos a un lugar indicado y nos arrodillamos, y entonces
nos acostamos boca abajo, debajo de un paño mortuorio, como si estuviéramos
enterradas. El coro cantó y al oír nosotras las palabras en latín, “levántate,”
el paño mortuorio fue removido. Nos paramos y volvimos a nuestros puestos.
Entonces el coro cantó un himno de resurrección, seguido por otro: “Ven, esposa
de Cristo, recibe la corona que ha sido preparada para ti.” Entonces fuimos a
la baranda de comunión donde la superiora nos colocó una corona de rosas hecha
de tul blanco.
Realmente convencida de que era la esposa de
Jesús, mi felicidad era completa. Continuaba repitiendo: “Jesús, soy tuya para
siempre. Hazme una esposa de acuerdo con tu corazón; mi único deseo es
complacerte.”
Ahora, ¿dónde serviría como monja? Bueno,
debido a que durante mi noviciado mis superiores habían notado mi talento
artístico, me dieron una asignación que me llevaría a las islas Filipinas. Iba
a dar clases de pintura en el Colegio Santa Teresita, en Manila. Así es que,
hacia fines de septiembre de 1929, después de haber pasado unos pocos días
con mi familia y hacer colectas para cubrir los gastos del viaje, partí para
las Filipinas. Era la costumbre que cada una hiciera el esfuerzo para reunir
los fondos necesarios para cubrir los gastos del viaje a su asignación.
El resultado de
cuarenta y tres años de monja
Hacia fines de 1929 llegué a Manila y la
comunidad de Santa Teresita me dio la bienvenida. Esto inició diecisiete años
de misionera en las Filipinas.
Aunque allí me sentía como en casa, una de
mis actividades pronto llegó a ser una tortura para mí. Esa fue la confesión.
Cuanto más iba a confesarme, más me reprendía el sacerdote. Aunque me hice aun
más escrupulosa en mi trabajo, eso no parecía ser suficiente.
Afortunadamente, con el tiempo el confesor fue reemplazado.
Solo sabía un poco de inglés. Por eso me
sorprendí cuando mi superiora me dijo que yo enseñaría primer grado, a niños y
niñas. Los jueves, puesto que no había clases, daba clases de pintura
privadas. Pero a mediados del período escolar, se me pidió que fuera a Tubao
para prestar ayuda con el canto de la iglesia, puesto que leía música y tocaba
el piano.
En 1931 fui enviada a Tagudin, donde
comencé con quinto grado y continué hasta el séptimo grado. Pero a mediados del
año fui asignada como sustituta para enseñar en una escuela secundaria.
Aumentan las
desilusiones
Durante las vacaciones escolares fui enviada
a Baguio, ¡donde se me dio un diploma universitario por un curso que nunca
había tomado! Se hizo esto para hacer creer que llenaba los requisitos
necesarios para enseñar. Esta acción falta de honradez me fue muy desagradable.
Además, esto me impulsó a hacer esfuerzos sobrehumanos durante el siguiente
período de clases, pues en realidad no estaba capacitada para ello.
Sin embargo, por medio de trabajar duro logré
equiparme con buen material. Mi superiora me prometió que no me volverían
a transferir, pero esa promesa no fue respetada. De hecho, durante toda mi
vida de monja, las muchas promesas hechas por aquellos que yo creía que eran
representantes de Dios fueron fuente de amargas desilusiones.
Durante mis muchos años como monja misionera,
enseñé diferentes cursos: matemática, pintura, ciencia, física, gimnasia, piano
y otros. Pero cada mañana también trataba de religión con mis estudiantes,
basándome en el catecismo que habían recibido. Este curso de religión debía
haberme deparado muchas satisfacciones debido a mi vocación misionera como
monja. Por lo contrario, la instrucción religiosa era una carga para mí, una
tarea muy pesada a la que temía. ¿Por qué me era tan angustiosa y dolorosa?
Porque sentía que no tenía nada realmente valioso que comunicar a otros.
Un año, después del retiro anual, fui a mi
superiora para confiarle la resolución que había tomado durante el retiro. Cuán
estupefacta quedé cuando la superiora me dijo: “No es eso lo que usted
debe vigilar; más bien debe cuidarse de los celos.” ¡Quedé consternada! ¡Los
celos estaban lejos de mis pensamientos! No pude entender cómo era posible
que mi superiora, a quien yo implícitamente consideraba como un portavoz de
Dios, hubiera actuado como lo hizo. Se nos había inculcado que nuestras
superioras eran sustitutas por Dios.
Unos meses después me enfermé. ¡Cuán feliz me
sentí! “¿Feliz de estar enferma,” dice usted? Sí, así es, porque durante el
noviciado se nos había repetido constantemente que ‘Dios prueba a los que él
ama,’ así que el estar enferma era una señal de tener el favor de Dios. Debido
a que quería estar entre la gente privilegiada de Dios, ¡no quería
sanarme! Padecía de una úlcera en el estómago y tuve que someterme a una
operación. Después de eso fui a Baguio para la convalescencia, donde
no estuve inactiva, pues iba a pedir limosna en el mercado.
Regreso a Bélgica
Pasaron los años. Vino la II Guerra
Mundial y pasamos por dificultades y peligros. Luego, después de la guerra,
tuve una recaída de mi salud. El cirujano no estaba de acuerdo con una
segunda operación y en cambio ordenó mi regreso a Bélgica. Así es que después
de diecisiete años como misionera en las Filipinas, regresé a Bélgica en marzo
de 1947.
Mi actividad estaba limitada mientras más o
menos hacía reposo, en espera del tiempo en que regresaría a las Filipinas como
se me había prometido. Sin embargo, ésta fue otra promesa que no fue
cumplida. En vez de eso fui enviada a la comunidad de Auvillar, Francia. Allí
di lecciones a adolescentes escolarmente retardados. ¡Qué contraste con mis
estudiantes y las clases en las Filipinas! ¡Cuán a menudo me echaba a llorar al
terminar las clases! Creí que moral y físicamente me sería imposible sobreponerme
a esa atmósfera.
Puesto que el Estado requería un diploma para
enseñar niños de mentalidad inferior, se me pidió que me inscribiera en un
curso por correspondencia. También fui a Toulouse para una instrucción de seis
semanas, la cual terminaba con un examen escrito y oral. Obtuve mi diploma y
resultó ser una gran revelación para mí. ¿Por qué? ¡Porque fui encomiada! Nunca
antes había sido animada, así es que llegué a creer que era indigna de que se
me mostrara el menor aprecio. Me dije: “Bueno, parece que en mí hay dos
personas. Una ‘apreciada’ por los de fuera del convento, y la otra ‘mantenida
en la oscuridad’ dentro del convento.”
Obtengo una Biblia
Se nos había prohibido leer la Biblia. Sin
embargo, durante ese tiempo, en los años 1960, no me interesaba
ningún otro tema de lectura. Lo que yo quería era una Biblia, pero la superiora
general rehusaba permitirme una.
A pesar de eso, pude conseguir un ejemplar.
Así fue como la obtuve: Necesitaba un diccionario francés para mi clase y
solamente lo podía conseguir si mi familia me enviaba mil francos. ¡Una vez más
ellos me ayudaron! No obstante, ¡la superiora apenas usó un tercio de esa
suma y se quedó con el resto! Considerando que el sobrante me correspondía a
mí, me arriesgué a pedir que se me comprara una Biblia de Jerusalén.
Esta vez el pedido no fue rehusado.
Una vez que la Biblia estuvo en mi poder,
decidí leer todo su contenido para averiguar por qué estaba prohibida. Lo que
parecía extraño era que mi lectura de la Biblia me ayudaba a orar y meditar más
que nunca antes. Aprendí muchos salmos de memoria y los decía en cada
oportunidad. A veces traté de introducir la Biblia en mis conversaciones con
otras monjas, pero sin resultado. A menudo les decía a las otras que nuestras
conversaciones eran muy triviales. No obstante, en cuanto mencionaba
asuntos espirituales se me ridiculizaba.
Puesto que mi salud no mejoraba, fui
enviada de vuelta a Roulers, Bélgica, donde fui operada. Entonces fui enviada a
Héverlé, un hogar para monjas gravemente enfermas donde fui operada una vez
más. Después de eso mi salud mejoró gradualmente. En ese entonces tenía conmigo
una pequeña radio, un regalo de mi familia. Este me permitía seguir seis cursos
de la Biblia por correspondencia, y escuchar a once programas diferentes de
religión. Como resultado, encontré una manera de profundizar mi estudio de la
Biblia. Sin embargo, sufría por no poder comunicar mi felicidad a otros.
Empecé a darme cuenta de que los protestantes
aprendían más de la Biblia. Sin embargo, un día escribí al pastor protestante
que corregía mis lecciones, y en quien yo tenía la máxima confianza,
preguntando qué pensaba acerca de la evolución. ¡Dijo que podía ser aceptada!
Por lo tanto, disminuyó mi confianza, pues era claro que esta teoría
no estaba en armonía con la Biblia, y yo estaba buscando la verdad,
no la falsedad.
Una falta de amor
Entonces se celebró el Concilio del Vaticano.
Esto resultó en que la Iglesia pidiera a las monjas que llevaran a cabo una
renovación de su vida religiosa. Como parte de esto se me dio un cuestionario
para que lo llenara, permitiéndome dar mi punto de vista.
En enero de 1968 llené el cuestionario.
Dos de las preguntas eran: “¿Ha encontrado entre sus compañeras monjas
(superioras u otras) suficiente ayuda para su vida espiritual?” y “¿Ha
encontrado una verdadera amistad en la congregación?” A estas preguntas tuve
que contestar “No.” Sencillamente nunca había encontrado un afecto verdadero,
generoso entre las monjas compañeras o en la congregación. Solo había habido
una apariencia de amor.
Una porción del cuestionario trataba de la
“actitud de las superioras.” Esto es lo que escribí a la oficina del secretario
general en Héverlé, Bélgica: “Muchas veces mis compañeras monjas me han hecho
esta pregunta: ‘¿Por qué es más fácil para nosotras llevarnos bien entre
nosotras que llevarnos bien con nuestras superioras?’ Esta es mi respuesta:
Porque nuestras superioras no se hacen suficientemente accesibles a las
hermanas y no poseen esa delicadeza maternal que las hermanas esperan de
ellas.”
Continué: “Por lo general, nuestras
superioras están demasiado ocupadas con asuntos externos. Están ocupadas con
muchas cosas, excepto con la más importante de sus tareas... amor maternal para
todas las hermanas. Sin embargo, sin excepción, Jesús amó. Jesús es amor. Esta
es la concepción ideal de una madre. En todo respecto, las superioras llevan
una vida totalmente distinta a la de una monja corriente, cuando por el
contrario debieran ser ‘siervas.’ La monja corriente debe poder disfrutar, en
pie de igualdad, de las mismas cosas que disfrutan sus superioras. No son
solo el ‘nombre y el hábito’ los que tienen que cambiar, sino que también la
disposición mental y el modo de vivir. Si nuestras superioras desean tener
nuestro afecto y confianza, que nos amen sinceramente y que nos tengan
confianza.”
“Algo anda mal”
Un día, disgustada, dije a mi superiora
general: “Lo que no entiendo es que nuestro voto de pobreza siempre nos
permite recibir, y cuanto más, mejor. En cambio nunca nos permite dar,
¡ni siquiera un alfiler!” ¡Y Jesús dijo que había más felicidad en dar que
en recibir!
Fue lo suficientemente honesta para decir que
mi razonamiento era correcto. Así es que más tarde, a un superior general de
Scheut, dije: “En mi opinión, el mayor pecado en contra de la pobreza es el
voto de pobreza.” Añadí: “Lo que se requiere es la abolición de esos votos.” Él
no estuvo de acuerdo, diciendo que los votos nunca podrían ser abolidos.
No obstante, desde entonces, ¡los votos han
sido definitivamente reemplazados por meras promesas! ¡Con seguridad algo debe
andar mal en un sistema que tiene tantas contradicciones! Así es que continué
repitiendo que muy pronto los conventos dejarían de existir. Por cierto, cada
vez crecía más en mí el sentimiento de que los conventos eran instituciones
diabólicas. Y más y más me convencía de esto por los abusos que veía. Por
ejemplo, abusos en comodidad. Vi con mis propios ojos que se hacían gastos
totalmente innecesarios e injustificados en una escala que continuaba
aumentando. Así es que a medida que el tiempo pasaba, mis ojos llegaron a
abrirse. Pude ver que la vida en el convento se estaba haciendo sencillamente
imposible.
También comencé a darme cuenta de cuán vacías
eran las ceremonias religiosas que siempre había apreciado tanto. A pesar de
todas las decoraciones, las flores, los hermosos ornamentos del altar, los
atavíos del sacerdote y la música, una vez que la ceremonia había terminado
estaba consciente de que no había derivado ni el más mínimo provecho
espiritual. En particular en estas ocasiones me ponía a observar al sacerdote.
Muy a menudo había quedado desilusionada con él, y me había dicho: “¡Qué
descuidado! Es como si no le importara lo que está haciendo y como si él
mismo no creyera en ello.” Hacía el signo de la cruz automáticamente y la
genuflexión con muy poco respeto.
Cierto día, al oír que durante el Concilio
del Vaticano los obispos discutieron cambios en la eucaristía, me dije: “Algo
anda mal aquí. La verdad es incuestionable y nunca cambia.”
En otra ocasión, ¡se me dijo que la sagrada
sangre en Brujas no era real! En la Basílica de la Sagrada Sangre de la
ciudad belga de Brujas se encuentra la urna de oro macizo de la Sagrada Sangre.
En ésa se alega que se encuentran unas pocas gotas de la sangre de Cristo. Todos
los años una procesión pasa a través de la parte vieja de la ciudad, llevando
la urna con tradicional pompa. Pero ahora pensé: “¿Es posible que la Iglesia
nos haya permitido tanta idolatría durante todas esas procesiones de la Sagrada
Sangre? ¡Es tiempo de que encuentre la VERDAD!”
Le mencioné todo esto a otra monja y añadí:
“Estoy buscando la verdad y cuando la encuentre, ¡nada me detendrá!” De ahí en
adelante puse más empeño en mi búsqueda por la verdad.
¡Hallando la verdad
que lleva a la vida!
Alrededor de agosto de 1969 recibí un
libro de otra monja. Se intitulaba “La verdad que lleva a vida eterna.” Ella lo
había recibido de su sobrino, quien era un testigo de Jehová.
Cuando me lo trajo ella me dijo: “Me lo dio
mi sobrino. No te imaginas lo celoso que es. Me ha prometido una Biblia,
¿y puedes creerlo?... ¡predica de casa en casa y hasta da conferencias
bíblicas!”
La escuché muy atentamente. Tomé el libro y
dije: “Eso me interesa, porque ahora estoy buscando la verdad.” De inmediato
comencé a leer el primer capítulo. Noté que era muy distinto de mis enseñanzas
religiosas.
Sin embargo, poco después tuve que ingresar
en la clínica, pues el médico consideró que mi estado era grave. Así es que
antes de irme puse todas mis cosas en orden y le devolví el libro a mi compañera
monja. Pero el diagnóstico fue inexacto, y muy pronto estuve de regreso. Busqué
el libro... ¡pero qué desilusión! La monja me devolvió solo sus tapas. ¡Había
botado las páginas de adentro! Fui a verla y le expresé mi pesar por lo que
había hecho, repitiendo que había tenido tantos deseos de leer el libro.
Un viaje inolvidable
Un día la superiora anunció que querían
voluntarias para aprender de peinadora. Me ofrecí y seguí un curso dictado por
la escuela “Oréal” de Bruselas. Recibí instrucciones de presentarme delante de
la Junta Examinadora en Bruselas el día 26 de octubre de 1970 para
pasar mis exámenes de peinadora.
Fui a la hora convenida. Sin embargo, cuando
se pasó lista de los nombres, el mío no estuvo incluido. Hasta se
mostraron sorprendidos de verme allí. La secretaria me despidió, informándome
que me volverían a llamar el próximo mes.
No deseando aprovecharme de esta inesperada
libertad, fui al convento donde debía pasar la noche. Cuando dije a las monjas
que regresaría a Héverlé en el primer tren, me aconsejaron que regresara en
autobús; era más barato. Deseando respetar mi voto de pobreza, concordé.
Para llegar a la parada de autobús, tuve que
tomar un tranvía. Como no conocía la localidad, pedí a dos hombres que
viajaban en el mismo tranvía que me indicaran dónde bajarme. Prometieron
avisarme cuando llegáramos a la parada de autobús. ¡Pero me dijeron que bajara
por lo menos dos paradas antes! Así es que tuve que caminar el resto del
trayecto, cargando dos pesadas valijas.
Al fin descansé las valijas en el suelo y
miré alrededor buscando la parada de autobús. En ese preciso momento, un auto
se detuvo a mi lado. El chofer dijo: “Señora, ¿va usted a Lovaina? ¿Puedo
llevarla?”
Me turbé, pues pensaba que no era
apropiado viajar con un hombre. Pero entonces él continuó hablando, diciendo:
“Si es que no le importa viajar con un testigo de Jehová.” Aunque
no conocía muy bien a los testigos de Jehová, esto me inspiró confianza y
acepté el ofrecimiento. Después supe que ésta fue la primera vez que él había
tomado la iniciativa de detenerse y ofrecerse a llevar a alguien. Por lo
general, esperaba una señal de parte del caminante. Era también la primera vez
que iba por este camino por la tarde. Hasta entonces, siempre había salido de
mañana. ¡Pero qué bendiciones trajeron estas coincidencias!
Se hizo cargo de mis valijas y me ayudó a
subir al auto. Tan pronto como estuve sentada, dijo: “Como usted sabe señora,
los testigos de Jehová hablan mucho de la Biblia.” Le respondí que por el
momento ésta era casi la única cosa que en realidad me interesaba, y que había
tomado un curso bíblico por correspondencia y escuchaba programas de religión
por la radio.
Comenzó a hablarme acerca de varias
doctrinas, como la Trinidad, y esto me asombró. Mencioné que lo que él me
estaba diciendo era contrario a las enseñanzas de mi Iglesia, pero que sin
embargo parecía estar en armonía con la Biblia. Cuanto más escuchaba, más
atónita quedaba. Reconocía que todo lo que estaba diciendo ciertamente estaba
en armonía con la Biblia. Mientras prestaba atención, oré para que el espíritu
santo me ayudara y no me dejara ser inducida al error.
Cuando llegamos a Lovaina, el Testigo dijo
adiós y al mismo tiempo me ofreció un libro. Sí, ¡era La verdad que lleva a
vida eterna! Le agradecí calurosamente por él, y por todo el camino al
convento medité en lo que habíamos conversado. Estaba también muy contenta por
tener otro ejemplar del libro que había visto unos pocos meses antes. Ahora
podía proseguir mi búsqueda de la verdad.
Aumentando en conocimiento
exacto
Al entrar a mi habitación, comencé a orar.
Esta vez, oré a Jehová, explicando mi situación y pidiendo que me
ayudara. En otra mañana pedí a Jehová que me enviara a alguien para que me
mostrara la dirección correcta a tomar.
Ese día, en vez de empezar a peinar a las
11 de la mañana como generalmente hacía, tenía cita para las 2 de la
tarde para peinar a una monja. Se puede imaginar mi sorpresa, al ver, al bajar
las escaleras, ¡al hombre que me había traído desde Bruselas! Debido a la cita
a las 2 de la tarde él propuso volver una hora más tarde. Para entonces
estuve desocupada y lo pude recibir en un pequeño locutorio.
Él sugirió que para poder adquirir más
conocimiento exacto de la Palabra de Dios, debía tener un estudio de la Biblia,
que sería conducido por dos mujeres de la congregación local de testigos de
Jehová. Llena de gozo acepté su ofrecimiento. El primer estudio se celebró en
mi habitación, ¡dentro del mismo convento!
Cuando supe que después de estudiar por seis
meses tendría que tomar una decisión, me dije a mí misma: “¿Piensan ellas que
voy a cambiar? Si es así, están equivocadas. Todo lo que quiero es un estudio
detallado de la Biblia.” Me apliqué al estudio muy seriamente.
¡Por fin la verdad!
Entonces una mañana la Testigo me invitó a
una asamblea de tres días de instrucción bíblica celebrada cada seis meses y
organizada por los testigos de Jehová. La superiora me autorizó a salir, sin
saber adónde iba, y todos me desearon un feliz fin de semana.
Durante el viaje me dije: “No me voy a
dejar embaucar. Escucharé y tomaré nota de todo. Si oigo una sola palabra
contraria a la Biblia, ése será el fin de una vez y para siempre.”
En la asamblea encontré que todo era
edificante. Tuve la definida impresión que había pasado de la oscuridad a la
luz. Me conmovió profundamente el amor fraternal que desplegaban los Testigos.
¡Ciertamente había encontrado el verdadero amor cristiano que había estado
buscando por cuarenta y cinco años! ¡Llegué a la conclusión de que por fin
había encontrado la verdad!
Al regresar al convento, percibí aún más la
verdad de las palabras que tanto había repetido en los meses recientes:
“Estamos en un sistema diabólico. No puedo continuar viviendo aquí como
una hipócrita.” Oré a Jehová, implorándole por guía.
Realizando la
separación
Esa misma noche después de haber vuelto de la
asamblea, me senté y le escribí una carta al papa. Le pedía que me concediera
la dispensación de mis votos. Escribí otra carta a mi superiora general.
Sin embargo, entonces recordé que desde el Concilio
del Vaticano nuestros reglamentos y nuestras constituciones habían sido
quemados. Por consiguiente, nosotras ya no éramos las Misioneras Canonesas de
San Agustín, según cuyos reglamentos había tomado mis votos. Llegué a la
conclusión de que no necesitaba ser dispensada de mis votos.
Lo que es más, ya no aceptaba a la
Iglesia Católica Romana como la Iglesia de Cristo. Esta estaba en oposición a
la Palabra de Dios. Por lo tanto, ya no veía la necesidad de consultar con
el dirigente de una iglesia apóstata para pedirle ningún permiso. Así es que
aquellas cartas que había escrito nunca fueron enviadas.
Habiendo comparado las verdades de la Biblia
con las enseñanzas religiosas que había recibido, comprendí más y más que las
principales enseñanzas de la Iglesia no estaban de acuerdo con la Biblia.
Por ejemplo, Jesús no es el Dios Todopoderoso. Además, la Trinidad
no existe. La misa y la comunión no tienen base bíblica. Y ¿qué hay
acerca de las almas en el fuego del infierno, que están allí por haber tomado la
comunión sin haber ayunado, o por haber mordido o tocado la hostia, o por
no haber asistido a la misa dominical, o por haber comido carne en
viernes? ¡Ahora todas estas cosas se permiten! Estos hechos ayudaron a
convencerme de que había encontrado la verdad.
El 23 de enero de 1971 llamé por
teléfono para agradecer a la Testigo que tan bondadosamente se había hecho
cargo de mí durante la asamblea. Cuando me preguntó qué iba hacer, le contesté:
“Estoy lista para irme.”
Decidí irme al día siguiente, a pesar del
hecho de que no estaba en buena salud, y también a pesar de mi edad y
otros factores. No obstante, después de profunda reflexión, dije a Jehová
que debido a su amor, me entregaría a él sin reservas. Él podía usarme como
quisiera. Solo pedía que se hiciera su voluntad y no la mía. Me apoyé por
completo en él y durante toda la noche le oré repetidamente. No me
preocupé más acerca del alimento, ropa y alojamiento. Tenía ojos para solo una
cosa: Predicar las buenas nuevas del reino de Dios, y traerle la verdad a
tantas personas de condición de oveja como fuera posible.
Al día siguiente vinieron por mí dos testigos
de Jehová. Mi partida fue tranquila. Había unas treinta monjas en el convento y
todas miraron, sorprendidas, pero sin decir una palabra. Cuando la sacristana
quiso saber lo que estaba pasando, dije: “Se acuerda que le dije que cuando yo
encontrara la verdad, nada me detendría. La encontré con los testigos de Jehová
y es por eso que me voy con ellos.” Se fue sin decir otra palabra.
Permanecí dos meses con una familia de
Testigos en Bruselas. No aceptaron ningún pago por mi alojamiento. Uno
podía notar que todo esto se hacía por puro amor a Jehová. Estaba tan contenta
de estar por fin libre de la influencia del imperio mundial de la religión falsa,
al cual la Biblia llama “Babilonia la Grande,” y estar en la compañía de estos
dedicados cristianos.
Y así llegó el tiempo cuando me dediqué
verdaderamente a Jehová. Solo quería hacer Su voluntad, como una de sus
testigos. Cinco meses más tarde, el 26 de junio de 1971 —después de
cuarenta y tres años como una monja misionera— simbolicé esta dedicación por
bautismo en agua.
En la actualidad, para mantenerme, trabajo
parte del tiempo como ama de llaves, pero no siento pesar, pues mi
felicidad es completa. Siento que ahora realmente soy una misionera, que llevo
una vida mucho más honesta que cuando era una monja. En realidad sí hay una
cosa que me pesa: que haya tenido que esperar tanto tiempo antes de poder
demostrar a Jehová Dios que lo amo, y esto con entendimiento exacto de su
Palabra.
Así es que ahora se ha realizado el deseo que
expresé en 1916 cuando yo era esa niñita de siete años, de entregarme
enteramente al servicio de Dios. Desde ahora en adelante, doy el resto de mi
tiempo para hacer discípulos de Jesucristo, tal como él dijo a sus seguidores
que hicieran. Hago esto por medio de predicar las buenas nuevas del reino de
Dios y por medio de compartir con otros las verdades que he encontrado. Espero
que muchas más personas de corazón honrado sientan el mismo gozo que yo siento,
al aceptar, mientras todavía queda tiempo, la verdad que lleva a vida eterna en
el nuevo sistema de cosas prometido por Dios.