Recordará que además de los misioneros que
fueron enviados a Barquisimeto y Valencia, algunos de los que llegaron
en 1950 debían dar atención a Maracay. Esta es la quinta ciudad más grande
de Venezuela. Se encuentra situada a 120 kilómetros al sudoeste de
Caracas, en el lado oriental del lago Valencia, y está rodeada de colinas.
Con la llegada de los misioneros fue posible
celebrar reuniones en dicha ciudad. En aquel tiempo, el grupo de misioneros
estaba compuesto de hermanos solteros. Pero para 1958, cuando llegó Leila
Proctor, una misionera nacida en Australia, había solo un hermano bautizado,
aunque la asistencia a las reuniones oscilaba entre doce y veinte. Se trataba
de Keith Glessing, que en 1955 se había graduado junto con su esposa,
Joyce, de la Escuela de Galaad. Debido a la escasez de varones, se necesitaba
que las hermanas atendieran diversos asuntos. La hermana Proctor recuerda: “Las
hermanas teníamos asignaciones en la Reunión de Servicio y ayudábamos con las
cuentas, la literatura y las revistas. Después de llevar cinco meses allí, me
asignaron a conducir un estudio de libro. Al principio solo lo componíamos una
publicadora inactiva y yo. La reunión se celebraba a la luz de una vela en una
casa con suelo de tierra. No pasó mucho tiempo antes de que, a pesar de mi
pésimo dominio del español, la asistencia creciera tanto que se llenaran la
sala, la cocina y el patio. Solo pudo deberse al espíritu santo de Jehová”.
En Maracay son tantas las personas que han
demostrado su deseo sincero de conocer y servir a Jehová, que a principios
de 1995 había treinta congregaciones y un total de
2.839 publicadores.
“Si es cierto, te
pego un tiro”
Entre las personas de Maracay que mostraron
interés se encontraba María, la esposa de Alfredo Cortez. Joyce Glessing
llevaba seis meses estudiando la Biblia con ella cuando un día su marido llegó
a casa y encontró a esta gringa, como llaman aquí a las norteamericanas. Le
preguntó a su esposa qué pasaba; ella se lo explicó, y le dio una revista que
Joyce le había dejado. Esta contenía un artículo sobre el espiritismo y lo
relacionaba con los rosacruces. Lo leyó con interés, pues compartía estas
creencias.
Cuando María le dijo a la hermana Glessing
que a su esposo le había interesado la revista, se hicieron planes para que el
esposo de la misionera, Keith, visitara al señor Cortez, y se comenzó un
estudio bíblico. Después de tan solo tres semanas, algo prematuramente, el
misionero invitó al señor Cortez a que lo acompañara en la predicación de casa
en casa. Aceptó, le gustó mucho y colocó dieciséis revistas. Rebosante de
alegría, esa noche salió con sus amigos no Testigos para celebrarlo y
volvió a casa borracho a las tres de la mañana.
Al día siguiente se sintió mal por lo que
había hecho, y pensó: ‘O sirvo a Jehová apropiadamente, o vuelvo a mi estilo de
vida anterior’. Aunque con cierta dificultad, se convenció de seguir estudiando
la Biblia. Poco a poco fue dejando atrás su modo de vida anterior y se bautizó
en 1959.
Dos semanas después, un coronel que era
padrino de una hija de Alfredo, fue a verlo furioso, le apuntó al pecho con un
revólver y le dijo: “¿Es cierto lo que he oído: que te has hecho testigo de
Jehová? Si es cierto, te pego un tiro”. Alfredo conservó la calma, confirmó que
era cierto y explicó la razón. Disgustado, el coronel guardó el arma y se
marchó dando grandes zancadas y diciendo que ya no se consideraba el
padrino de la muchacha. Gracias al espíritu de Jehová y al celo de Alfredo a la
hora de predicar a todo el mundo, ha ayudado a 89 personas a conocer la
verdad y dedicar su vida a Jehová. En la actualidad sirve de anciano en
Cabudare, cerca de Barquisimeto; uno de sus hijos es precursor especial y su
hija Carolina sirve con su esposo en la sucursal.
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