El ser humano ha ideado toda clase imaginable de
gobierno. Después de miles de años de tanteos, ¿cuáles son los resultados? ¿Ha
sido satisfactoria la gobernación humana? ¿Puede solucionar los problemas cada
vez mayores de la humanidad?
Promesas y más promesas
Bakul Rajni Patel, directora de un importante centro de
investigaciones de Bombay (India), da una respuesta parcial a estas preguntas.
Acusa a los políticos de “absoluta hipocresía” y afirma: “En India y otras
naciones del Tercer Mundo está de moda que los líderes se pongan de pie en un
podio y pronuncien espléndidas retóricas sobre el ‘desarrollo’ y el ‘progreso’.
¿Qué desarrollo y qué progreso? ¿A quiénes estamos engañando? Solo hay que
mirar a los espantosos datos sobre el Tercer Mundo: 40.000 niños mueren cada día
de enfermedades evitables”. La citada directora añade que por lo menos
80 millones de niños están desnutridos o se acuestan cada noche con
hambre.
Por lo visto, el papa Juan Pablo II
también piensa que Dios ha dejado a los humanos para que se gobiernen lo mejor
que puedan, pues durante una visita a Kenia hace unos diez años, dijo: “Un reto
importante para el cristiano es la vida política”, y añadió: “En el estado, los
ciudadanos tienen el derecho y el deber de participar en la vida
política. [...] Sería un error pensar que el individuo cristiano
no debería envolverse en estos aspectos de la vida”.
El ser humano —siguiendo esta teoría que con
frecuencia tiene el respaldo religioso— lleva mucho tiempo buscando el gobierno
perfecto. Cada nuevo tipo de gobierno ha ido acompañado de grandes promesas,
pero cuando no se hacen realidad, hasta las promesas más halagüeñas
resultan desagradables. (Véase en la página 23 el apartado “Las promesas frente
a las realidades”.) Está claro que el hombre no ha conseguido encontrar el
gobierno ideal.
Después de la I Guerra Mundial, el 16 de
enero de 1920, quedó constituida una organización supranacional, la Sociedad de
Naciones, con 42 estados miembros. En lugar de constituirse en gobierno
mundial, se pretendía que fuese un parlamento internacional, que promoviese la
unidad en el mundo, mediante zanjar las disputas entre las naciones-estado
soberanas e impidiese así la guerra. Para 1934 la cantidad de naciones miembros
había ascendido a 58.
No obstante, la Sociedad de Naciones se
constituyó sobre un fundamento poco sólido. “La I Guerra Mundial había
terminado en un ambiente de grandes esperanzas, pero no tardó en
producirse la desilusión —explica The Columbia History of the World—.
Las esperanzas puestas en la Sociedad de Naciones resultaron ser ilusorias.”
El 1 de septiembre de 1939 comenzó la
II Guerra Mundial, lo que arrojó a la Sociedad de Naciones a un abismo de
inactividad. Aunque no se disolvió formalmente hasta el 18 de abril de
1946, puede decirse que murió en plena “adolescencia”, sin siquiera haber
cumplido los veinte años. Antes de su entierro oficial, ya había sido
reemplazada por otra organización supranacional, las Naciones Unidas, formada
el 24 de octubre de 1945 con 51 estados miembros. ¿En qué resultaría este nuevo
intento de unificación?
Un segundo intento
Algunas personas dicen que la Sociedad de
Naciones fracasó porque no estaba bien estructurada. Otros opinan que la
mayor parte de la culpa no la tuvo la Sociedad de Naciones sino los
gobiernos individuales que estaban poco dispuestos a prestarle el debido apoyo.
No hay duda de que ambas opiniones tienen algo de razón. De todas formas,
los fundadores de las Naciones Unidas trataron de aprender de la ineficacia de
la Sociedad de Naciones y procuraron remediar algunas de sus debilidades.
El escritor R. Baldwin califica a la
Organización de las Naciones Unidas de “superior a la vieja Sociedad de
Naciones en su capacidad de crear un orden mundial de paz, cooperación,
justicia y derechos humanos”. Por supuesto, algunas de sus agencias
especializadas, como la OMS (Organización Mundial de la Salud), el UNICEF
(Fondo Internacional de las Naciones Unidas para el Socorro a la Infancia) y la
FAO (Organización para la Alimentación y la Agricultura) han ido en pos de
metas encomiables y han logrado cierta medida de éxito. Algo que también parece
dar la razón a Baldwin es el hecho de que las Naciones Unidas han estado funcionando
por más de cuarenta y cinco años, más del doble que la Sociedad de Naciones.
Un importante logro de la ONU fue la
aceleración de la descolonización, por lo menos haciéndola “con un poco más de
orden de lo que se hubiese hecho de haber sido otro el medio”, dice el
periodista Richard Ivor, quien también afirma que la organización “ayudó a
limitar la guerra fría al campo de batalla de la retórica”. Además, alaba el
“modelo de cooperación práctica en todo el mundo” que esta organización ayudó a
producir.
Desde luego, hay quienes afirman que la
amenaza de una guerra nuclear influyó más en impedir que la guerra fría se
calentase que las Naciones Unidas. En lugar de unificar a las naciones,
como promete su nombre, lo cierto es que con frecuencia esta organización solo
ha servido de intermediaria, tratando de impedir que naciones desunidas
se echen las manos al cuello unas a otras. E incluso en este papel de árbitro,
no siempre ha tenido éxito, pues como explica el autor Baldwin, al igual
que la vieja Sociedad de Naciones, “las Naciones Unidas no tienen poder
para hacer más de lo que les permite un Estado miembro acusado”.
Este apoyo tan poco sincero por parte de los
miembros de la ONU se refleja a veces en su desgana a la hora de suministrar
fondos para mantener la organización en marcha. Por ejemplo, Estados Unidos
—uno de sus principales contribuyentes— retuvo su cuota de la FAO debido a una
resolución que a su juicio criticaba a Israel y era pro palestina. Más tarde
concordó en pagar lo suficiente para retener su voto pero dejó pendiente más de
dos terceras partes de la deuda.
En 1988, Varindra Tarzie Vittachi, anterior
director diputado del UNICEF, escribió que rehusaba “unirse al partido general
de linchamiento” de aquellos que no reconocían a las Naciones Unidas.
Aunque se autodenomina “un crítico leal”, admite que se está produciendo un
amplio ataque por parte de personas que dicen que “las Naciones Unidas son una
‘lámpara apagada’, que no se ha mantenido fiel a sus elevados ideales, que
no ha podido llevar a cabo sus funciones pacificadoras y que sus agencias
de desarrollo, con unas pocas nobles excepciones, no han justificado su
existencia”.
La principal debilidad de las Naciones Unidas
la revela el autor Ivor al escribir: “La ONU, prescindiendo de lo que pueda
hacer, no eliminará el pecado. No obstante, puede dificultar hasta
cierto grado el pecado internacional y hará que el pecador sea más responsable
[ante la ley]. Pero todavía no ha logrado cambiar el corazón y
la mente de los dirigentes de los países ni de la gente que los compone”.
(Las bastardillas son nuestras.)
Por consiguiente, el defecto de las Naciones
Unidas es el mismo que el de todas las formas de gobernación humana: ni una
sola es capaz de inculcar en la gente el amor desinteresado a lo que es recto,
el odio a lo que es malo y el respeto a la autoridad, que son requisitos
previos para el éxito. Piense en el gran número de problemas mundiales que se
aliviarían si la gente estuviese dispuesta a dejarse guiar por principios
justos. Por ejemplo, una crónica sobre la contaminación en Australia dice que
el problema existe “no por ignorancia sino por actitud”. Tras indicar que
la codicia es una causa fundamental de la contaminación, el artículo afirma que
“la política gubernamental ha agravado el problema”.
Los humanos imperfectos sencillamente
no pueden formar gobiernos perfectos. Como indicó el escritor Thomas
Carlyle en 1843: “A la larga cada gobierno es el fiel reflejo de su pueblo, con
su sabiduría y su insensatez”. ¿Quién puede discutir una lógica como esa?
“¡Sean hechos
añicos!”
Actualmente, durante el siglo XX, la
gobernación humana ha llegado a su cenit. Los gobiernos humanos han tramado la
conspiración más descarada y desafiante que jamás ha existido contra la
gobernación divina. (Compárese con Isaías 8:11-13.) Y no solo lo han hecho
una vez, sino dos, primero con la creación de la Sociedad de Naciones y después
con las Naciones Unidas. Revelación 13:14, 15 lo llama “la imagen de la
bestia salvaje”, nombre acertado porque es el reflejo del sistema de cosas
político mundial. Al igual que una bestia salvaje, los componentes de este
sistema político se han aprovechado de los habitantes de la Tierra y han
provocado sufrimientos incalculables.
En 1939, la Sociedad de Naciones tuvo un
trágico fin, y el mismo destino le espera a la Organización de las Naciones
Unidas en cumplimiento de la profecía bíblica: “¡Cíñanse, y sean hechos añicos!
¡Cíñanse, y sean hechos añicos! ¡Planeen un proyecto, y será desbaratado!”.
(Isaías 8:9, 10.)
¿Cuándo ocurrirá este ‘hacer añicos’ final de
“la imagen de la bestia salvaje” y del sistema de gobernación humana de la que
es reflejo? ¿Cuándo terminará Jehová con la gobernación humana que desafía Su
soberanía? La Biblia no da ninguna fecha concreta, pero tanto la profecía
bíblica como los sucesos mundiales indican que será ‘muy pronto’. (Lucas
21:25-32.)
Las promesas frente a
las realidades
Las anarquías prometen libertad ilimitada, absoluta; la realidad
es que sin gobierno no existe ningún conjunto de reglas o principios en la
que puedan cooperar juntas las personas para el beneficio de todos; la libertad
ilimitada conduce al caos.
Las monarquías prometen estabilidad y unidad bajo la gobernación
de un regente único; la realidad es que los regentes humanos, de conocimiento
limitado, estorbados por las imperfecciones y debilidades humanas y quizás
hasta movidos por deseos incorrectos, son mortales; por consiguiente, cualquier
tipo de estabilidad y unidad dura poco.
Las aristocracias prometen los mejores gobernantes; la realidad
es que gobiernan porque poseen riquezas, poder o cierto derecho de sucesión
hereditaria, no necesariamente porque tengan sabiduría, perspicacia o amor
e interés en otros. Un gobernante inadecuado de una monarquía es reemplazado
por una sucesión de gobernantes que pertenecen a una aristocracia de elite.
Las democracias prometen que todo el pueblo puede decidir para el
beneficio de todos; la realidad es que los ciudadanos carecen tanto del
conocimiento como de los motivos puros necesarios para tomar siempre decisiones
correctas para el bien común; Platón calificó a la democracia de “una
encantadora forma de gobierno, llena de variedad y desorden, que dispensa una
especie de igualdad a todos, iguales y desiguales”.
Las autocracias prometen conseguir que se hagan las cosas sin
demora indebida; la realidad es, como declara el periodista Otto Friedrich, que
“hasta los hombres con las mejores intenciones, una vez que entran en la jungla
política del poder, tienen que hacer frente a la necesidad de ordenar acciones
que en circunstancias normales calificarían de poco éticas”; de ese modo,
“buenos” autócratas se convierten en gobernantes impulsados por el afán de
poder y dispuestos a sacrificar las necesidades de sus ciudadanos sobre el
altar de la ambición personal o la conveniencia.
Los gobiernos fascistas prometen el control de la economía para
el bien común; la realidad es que tienen un éxito escaso y sacrifican la
libertad personal; la glorificación de la guerra y el nacionalismo les ha
llevado a crear monstruosidades políticas como las que se dieron en la Italia
de Mussolini y en la Alemania hitleriana.
Los gobiernos comunistas prometen una sociedad utópica sin clases
en la que los ciudadanos disfruten de igualdad completa ante la ley; la realidad
es que las clases y las desigualdades persisten y que los políticos corruptos
expolian al ciudadano común; el resultado ha sido un amplio rechazo del
concepto comunista y el riesgo de la desintegración de sus baluartes por causa
de los movimientos nacionalistas y separatistas.
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