Una
mujer confesó: “He sido adicta a las telenovelas durante trece años. Creía que,
con asistir a las reuniones y predicar de vez en cuando, mi espiritualidad
no se vería afectada. Pero no fue así. Acabé adoptando la actitud
mundana típica de las telenovelas: si tu esposo te trata mal o no te hace
sentir querida, el adulterio está justificado; la culpa es de él. Creyendo que
estaba ‘justificada’, finalmente cometí adulterio y así pequé contra Jehová y
contra mi cónyuge”. Esta mujer fue expulsada de la congregación, pero con el
tiempo recapacitó, se arrepintió y fue readmitida. Aquellos artículos que
prevenían contra las telenovelas le dieron fuerzas para evitar la clase de
entretenimiento que Jehová odia (Amós 5:14, 15).
Otra
carta decía: “Lloré al leer los artículos, porque me di cuenta de que mi
corazón ya no le pertenecía por completo a Jehová. Así que le prometí en
oración que me libraría de la adicción a estas series”. Después de agradecer
los artículos, una cristiana que reconoció ser adicta a las telenovelas dijo:
“Me pregunté [...] si podrían estar afectando mi relación con Jehová.
¿Cómo podía ser amiga de ‘ellos’ [los personajes de las series] y al mismo
tiempo ser amiga de Jehová?”. Si hace casi veinticinco años ese tipo de
programas de televisión ya corrompían el corazón de las personas, ¿qué efecto
tendrán ahora? (2 Timoteo 3:13.) No subestimemos, por tanto, la
trampa satánica del entretenimiento dañino en cualquiera de sus variantes, ya
sea en forma de telenovelas, videojuegos violentos o videos musicales
inmorales.
Una
hermana precursora confesó que era adicta a las telenovelas, pues las veía
desde las 11.00 de la mañana hasta las 3.30 de la tarde cada día. Cuando,
por un discurso de una asamblea de distrito, aprendió lo dañinos que son estos
programas inmorales, oró a Dios sobre este asunto. Pero le tomó bastante tiempo
vencer este hábito. ¿Por qué? Porque, como dijo: ‘Oraba para vencer el hábito y
después, de todas maneras, veía los programas. De modo que decidí quedarme en
el servicio del campo todo el día para no tener la tentación. Por fin llegué al
punto de poder apagar la TV por la mañana y mantenerla apagada todo el día’.
Sí, además de orar para vencer su debilidad, tuvo que trabajar en vencerla.
Hace
aproximadamente veinticinco años, La Atalaya dio una amorosa
advertencia sobre las series de televisión. Hablando del sutil efecto que
pueden tener las populares telenovelas, la revista mencionaba: “Se emplea la
búsqueda del amor para justificar cualquier tipo de conducta. Por ejemplo,
cierta joven soltera que está embarazada dice a una amiga: ‘Pero yo amo a
Víctor. No me importa. [...] ¡El llevar dentro de mí su hijo compensa
todo lo que yo tenga que hacer!’. La suave música de fondo dificulta el
calificar de incorrecto el derrotero de ella. A la telespectadora también
le agrada Víctor. Siente compasión por la muchacha. ‘La comprende.’ ‘Es
asombrosa la manera como una razona’, declaró una telespectadora que más tarde
recobró el juicio. ‘Sabemos que la inmoralidad es incorrecta. [...] Pero
me di cuenta de que mentalmente estaba participando en ello’”.
Desde que se publicaron esos artículos, este
tipo de programas degradantes se han vuelto cada vez más comunes.
De hecho, en muchos lugares se emiten las veinticuatro horas del día.
Y tanto hombres como mujeres, e incluso muchos adolescentes, alimentan de
forma regular su mente y corazón con estas series. Sin embargo, los cristianos
no deberíamos engañarnos. Sería un grave error razonar que no está mal
ver esos programas porque, al fin y al cabo, en la vida real se ven cosas mucho
peores. En cualquier caso, ¿qué justificación puede tener un cristiano
para elegir entretenerse con personas a las que jamás se le ocurriría
invitar a su casa?
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